Hemos hablado en la primera parte de este artículo sobre las terribles consecuencias de las palabras desconsideradas y los actos malsanos. En esta segunda y última entrega, me gustaría considerar lo que he notado en la Biblia al considerar el ejemplo del Señor Jesucristo.
El animoso Jesucristo
La personalidad de Jesucristo, por desgracia, no es bien entendida por muchos; les parece un hombre rodeado de misterios y un aura críptica. Sin embargo, nadie puede negar que se trata de un personaje histórico de trascendencia eterna al que tarde o temprano nos vemos obligados a considerar de alguna manera. Por eso, cabría preguntarse: ¿fue este hombre, a quien la gente veía como un Gran Maestro, una persona de palabras amables?
En el registro evangélico que hallamos en la Biblia he encontrado evidencias por montón. Voy a mencionar un par de ejemplos sobresalientes:
Un hombre solicita ayuda apelando a los sentimientos de Cristo. En este primer ejemplo, podríamos considerar a uno de los tantos hombres enfermos que se acercó a Jesucristo en busca de ayuda. No obstante, su caso fue singular por un hecho: apeló al deseo y a los sentimientos compasivos de Jesucristo; le dijo: «Señor, si tú quisieras curarme, podrías hacerlo». Aquí cabe un poco de imaginación: un hombre enrarecido y mancillado por una dolorosa enfermedad de la piel se acerca al famoso Maestro y le dice, le expresa su opinión sobre que está completamente seguro de que podría recuperar la salud si Jesús quiere curarlo. ¿Y cómo responde el Señor? A tono de lo que la situación requiere, Jesús hace algo que deja asombrada a la gente reunida en corro: toca al hombre. Y lo mira y le dice: «Yo quiero. Recupera la salud». La buena disposición del llamado Hijo de Dios vindicó el valor de la compasión plena. Consciente de que no podía enfermar, este hombre perfecto no tuvo reparo en hacer más de lo que se le solicitaba.
A muchos debe servirnos como modelo su buena actitud y su noble disposición a ser compasivo con los demás. Si está en nuestra mano erradicar el dolor ajeno, ¿por qué no hacerlo? ¿Por qué empeñarnos en hacer cosas que perjudiquen de algún modo a los demás, o en ser tan categóricos y egoístas a la hora de defender nuestros derechos? ¿No nos parece que es mejor actuar con prontitud cuando se trata del bienestar ajeno?
Un caso excepcional de misericordia. Ocurrió en la Decápolis, cerca de Capernaúm. Jesús va de camino a sanar al hijo de un hombre llamado Jairo. Las muchedumbres lo siguen entusiasmadas por la idea de contemplar otro milagro. De pronto, una mujer atormentada desde hace doce años por una grave enfermedad que consiste en prolongadas y debilitantes hemorragias se escurre entre la gente procurando tener un contacto cercano con Jesús, alegando para sus adentros que ‘con solo tocarle el borde de su vestidura, se recuperará’. Por fin llega al punto tan anhelado. Jesús está a solo a medio metro, pero un par de personas le estorban para alcanzarlo. La mujer se agacha, siente los empujones de quienes vienen detrás, siente el escozor de la culpabilidad en el corazón, pero aun con esto estira la mano y da un ligero tirón a la ropa de Cristo. Lo que ocurre a continuación es tan simple como inexplicable e insólito: el poder de Jesús, que Dios le ha conferido a través del espíritu santo, realiza una configuración en el cuerpo de la mujer, quien se sana por completo.
Satisfecha, la mujer intenta pasar desapercibida. Todo parece indicar que su escurridiza acción no ha sido tan clandestina y secreta como imaginaba: Jesucristo evidentemente sintió que su cuerpo había despedido poder sanador. Volteándose, pregunta a sus discípulos:
—¿Quién me tocó la ropa?
Pedro, imaginando que la pregunta es tonta, le responde:
—Todavía ves que te rodea la gente y todos te aprietan, ¿y preguntas quién te tocó?
—Alguien me tocó —asevera Jesucristo—, porque estoy seguro de que de mí salió poder.
La mujer, sintiéndose descubierta, recoge los pasos, avergonzada, aterida, recomida por la tristeza de haber violado uno de los preceptos sagrados de la Ley mosaica, se tumba en el suelo delante de Jesús y le confiesa lo que ha pasado.
—Hija —la tranquiliza Jesús—, tu fe te ha sanado. Vete tranquila, y queda ya por fin libre de ese penoso padecimiento.
Lo que usted, lector, se estará preguntando tal vez sea «¿Y qué tiene de grave que una persona haya tocado el fleco de la falda de Cristo para curarse? ¿Acaso era malo tocar a los hombres?». Es verdad que, en un sentido, parece que la mujer «le robó» el poder al Maestro; pero en este caso hay algo más de peso implicado: ella estaba violando, como dije arriba, una ley judía mucho importante, la que le prohibía a una mujer que tuviera pérdida de sangre tener contacto físico con los demás, por cuestiones de higiene y salubridad (véase Levítico, capítulo 15, versículos 25 al 27).
Con todo y el hecho de la mujer, Jesucristo pudo contemplar un cuadro que tomaba en cuenta muchos más aspectos. No se limitó a pensar que la mujer faltó —no asumió un papel legalista—, sino que le dio la oportunidad de explicarse, y cuando esta le confesó lo que tuvo que vivir con esa espantosa afección, el corazón de Cristo de seguro rebotó al saber que gracias a su poder por fin se habían acabado los años de desdicha de aquella pobre mujer.
¿Podemos nosotros, seres imperfectos, imitar esta compasión cuando parece que alguien de nuestro entorno ha pasado por alto una norma o un estándar de comportamiento? Cuando parece que se nos ha faltado el respeto, ¿tendemos a tomar en cuenta otros factores? Si aprovechamos los momentos de tensión para destacar los aspectos positivos de los demás, veremos casi de forma milagrosa que las disputas se reducen en duración y frecuencia. Nuestros oponentes no tendrán con qué ni con quién seguir luchando, lo que contribuirá a que estos nos respeten más y aprendan incluso a querernos.
Nada ganamos con recriminarles a otros sus faltas. ¿Por qué? Porque a nadie le gusta que otros le enfrenten cara a cara y de forma abrupta con sus negras realidades. Es verdad que podemos tener la tendencia a decir todo cuanto pensamos y seamos bastantes francos, más bien toscos en vez de prudentes, pero ¿es así como enaltecemos la moral y los buenos sentimientos de los demás? Tal vez alguien diga: «A mí no me importa que los demás me respeten o no. Con que sean obedientes, me basta». Es esa una forma de pensar, okey, pero no hay que dejar de tener presente, en ese caso, que los déspotas, tarde o temprano, son vendidos por personas que están hasta la coronilla de sus infames humillaciones. En cambio, aquellos que cultivan relaciones sanas basadas en la bondad, la generosidad y la misericordia crean equipos fuertes y robustos, difíciles de corroer.
Para finalizar
Las cualidades indispensables de los líderes, en mi opinión, no son aquellas que los hacen parecer fríos, distantes y avasalladores, sino aquellas que arrollan y arrullan por su carisma, su generosidad, su don de gente y su capacidad para respetar la dignidad, la libertad y los sentimientos de los demás.
Finalmente, quisiera dejar por acá una idea maravillosa que he intentado seguir en mi día a día, aunque me equivoco como todo el mundo: nuestros derechos acaban cuando comienzan los de los demás.
Santander, 13 de abril de 2019, 1:02 a. m.
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